Este año se cumple el 200 aniversario de la publicación de la novela clásica de Mary Shelley, Frankenstein, cuya primera edición fue impresa el 1 de enero de 1818. Ya convertida en un clásico universal, la novela que Mary Shelley escribió con apenas diecinueve años supone un punto de inflexión en la literatura. Es considerada la primera gran obra de ciencia ficción englobada dentro del terror gótico. Sus descripciones consiguen erizar los sentidos y el desarrollo de la historia te hace poner en duda cualquier ideal de justicia, bien o mal.
Sumergidos a principios del siglo XIX, los avances de la ciencia y la medicina crean en la sociedad un sentimiento de poder imparable. Atrás quedan las supersticiones y ocultismos medievales, y cada vez sabemos más de nosotros y del mundo que nos rodea. Ebrios de conocimiento, algunos científicos jugarán a ser dioses. Este será el caso del doctor Frankenstein, un muchacho lleno de ambición que huye de su Ginebra natal, para estudiar ciencias en la prestigiosa Universidad Ingolstadt, en Baviera. Decidido a desafiar las leyes de la naturaleza y probar su propia valía, el joven creó vida de la mismísima muerte. Por desgracia, el resultado estuvo lejos de ser de su agrado. Tenía vida, sin duda, pero era demasiado aterrador para considerarlo persona y demasiado humano para ser engendro. No le dio un nombre. Era, sencillamente, «el Monstruo». Como si de un vulgar experimento fallido se tratase, el Doctor Frankenstein renegará de su creación y la venganza de la misma será imparable. A modo de profunda crítica de una sociedad que presenciaba el imparable avance de la ciencia y la industrialización, Mary Shelley habla del deseo del hombre por superar a Dios, de la moral y de la ambición humana. Pero en el personaje del Monstruo, esa criatura sin nombre ni motivo para existir, también vemos el deseo por encajar en el mundo, la soledad de un hijo renegado e incluso el deseo de la venganza irracional.